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A una década del estallido: Los frutos de la Primavera Árabe

A una década del estallido: Los frutos de la Primavera Árabe Iker Jáuregui Si a algo nos hemos acostumbrado en estas últimas décadas es a po...

A una década del estallido: Los frutos de la Primavera Árabe

Iker Jáuregui


Si a algo nos hemos acostumbrado en estas últimas décadas es a poner el ojo en el Medio Oriente y el Norte de África. Nuestros noticieros se llenan de detalles sobre la formación de grupos armados radicales y trágicos bombardeos con los que hemos dejado de empatizar, ya sea por la lejanía o por su repetición. Los medios se han encargado de declarar la zona en un conflicto armado permanente y de esbozar el paisaje árido y desafortunado que se ha quedado bien grabado en el inconsciente occidental. Un grupo de varios países y culturas diversas que han sido homologadas bajo el común denominador de la extravagancia del desierto, el islam y la pólvora.

Nadie contaba con que, en esa misma región, en el trágico y violento mundo árabe, se sentarían las bases de los movimientos sociales que se han extendido por todo el mundo en los últimos años. Viéndolo con perspectiva, tiempo después, resulta mas bien obvio. Si, en lugar de prestar atención al Medio Oriente y sus conflictos sólo cuando tenían relación con nuestra parte del mundo, hubiéramos observado como las condiciones de vida se recrudecían en su interior, bajo regímenes opresores sin ningún tipo de alternancia, entonces la Primavera Árabe y su posterior resonancia en otras causas no habría tomado por sorpresa a nadie.


Los ojos puestos – de verdad puestos – en el Mundo Árabe

La mayoría de los expertos y cronistas coinciden en el momento exacto que desataría lo que ahora conocemos como Primavera Árabe. A finales del 2010, en la ciudad tunecina Sidi Bouzid, un vendedor ambulante se inmoló en forma de protesta por el abuso que las autoridades habían ejercido sobre él. Su nombre era Mohamed Bouazizi y, después de arder en llamas denunciando la injusticia de la policía que lo había despojado de su mercancía sin ningún motivo, se convirtió en el estandarte de la lucha por derechos civiles y mejores condiciones de vida en Túnez.


Los ciudadanos salieron a las calles para protestar, conmocionando al país entero y agudizando el sentimiento de descontento que se había extendido en la población durante los últimos años. La revolución había empezado y no se detendría hasta ver resultados. Días después de la muerte desesperada de Bouazizi, los movimientos forzaron la renuncia del presidente Zine El Abidine Ben Ali, tras más de 20 años de gobierno autoritario, dando pie a las primeras elecciones multipartidistas reales en la historia del país, celebradas dos años más tarde.

Los sucesos en Túnez se consideraron un parteaguas histórico desde el primer momento, desatando una ola de protestas y movimientos civiles a lo largo de Medio Oriente y el norte de África. Regímenes longevos como el caso de Hosni Mubarak en Egipto, Muamar Gadafi en Libia o Alí Abdalá Salé en Yemen, entre otros, se vieron obligados a dimitir por la presión de las protestas civiles. Entre los años 2011 y 2012, 19 naciones árabes tuvieron conflictos sociales. Algunos limitados a pequeñas movilizaciones, otros con resultados relativos y casos como el de Siria donde la lucha se ha recrudecido hasta convertirse en una de las guerras civiles más sanguinarias de la historia moderna con miles de civiles muertos y millones de desplazados.

Si bien el mundo árabe ya había tenido precedentes revolucionarios, y no necesariamente religiosos, esta serie de movimientos inmediatamente causó impacto y fue reconocido como algo insólito por su carácter civil y sus exigencias democráticas. Además del impacto que la Primavera Árabe tuvo en su interior, para Occidente fue una de las primeras veces que estas culturas significaban algo más que una ideología antagónica o un lugar desolado por la violencia. De pronto las juventudes, siempre ávidas de revolución, tuvieron a estas luchas como ejemplo, con la ventaja frente a otras generaciones de poderlas seguir en vivo y a todo color, característica que terminó por volver a la Primavera Árabe un suceso verdaderamente histórico. 


Las armas que hicieron posible la gestación de revoluciones en medio de dictaduras totalitarias, concentrando en sus plazas más importantes a civiles que reclamaban justicia, mejores condiciones de vida y, sobre todo, una alternancia, fueron nada más y nada menos que las redes sociales. En otros tiempos el régimen hubiera podido dispersar a los manifestantes y eliminar cualquier amenaza a su permanencia mediante el uso de la fuerza, pero ahora era distinto.

Los manifestantes aprovecharon las redes sociales para comunicarse con el exterior sobre lo que sucedía en sus países, asegurándose de que los ojos de la comunidad internacional estaban puestos en sus movimientos y que ninguna violación a los derechos humanos quedaría impune. En algunos casos como Túnez y Egipto la estrategia rindió frutos y las protestas continuaron contra todo pronóstico, independientemente de su resultado final. En lugares como Siria, ni siquiera la presión internacional pudo evitar que el gobierno de Bashar al-Asad liberara todo el poder de las fuerzas armadas contra los civiles.

Después del ejemplo de la Primavera Árabe, el uso de las redes se ha vuelto un componente esencial de cualquier movimiento social moderno, ya sea para difusión, comunicación o, incluso, por cuestiones de seguridad. Sin embargo, ahora que es posible ver en retrospectiva la oleada de movimientos árabes, sus resultados y su herencia, es momento de preguntarnos si los cimientos digitales son suficientemente fuertes para construir nuevas democracias o generar cambios reales.


Lo que dejó la primavera

Quizá sea posible catalogar la última década bajo la tendencia de los movimientos sociales que se han formado alrededor del mundo, empezando por la Primavera Árabe pero no necesariamente a raíz de ella. Aunque con motivos y exigencias diferentes, nuestros tiempos han presenciado luchas inéditas para transformar el sistema. No sólo derrocando gobiernos opresores, también desde las trincheras de la ecología, el feminismo y la justicia racial.

En todos los casos las redes sociales y otras formas de tecnología han tomado un papel clave. Hace unos años en México, el importante movimiento #YoSoy132 se formó y se difundió a través de las redes. En Estados Unidos incluso podríamos considerar un evento digital como el catalizador de las protestas en contra del racismo y la brutalidad policial. El video que registro el arresto y la posterior muerte de George Floyd a manos de los cuerpos policiales de la ciudad de Minneapolis generó una oleada de indignación y protestas que recorrieron el mundo.


Podría parecer que estamos ante la materialización de una de un de las promesas más grandes del internet en sus primeros años. Cuando se pensaba que, por su naturaleza imparcial y diversa, se convertiría en una herramienta para luchar por el balance de poderes y la justicia. Sin embargo, es necesario revisar los resultados que han venido después y preguntarnos si en realidad el internet ha contribuido de laguna manera a la democracia.

A diez años de la muerte de Mohamed Bouazizi, Túnez ha sido el único país árabe con la capacidad de crear una transición parcialmente democrática. La mayoría de los casos, aún sin resultados tangibles, han visto la disminución de sus libertades mientras el poder de los regímenes aumenta. La situación llevada a su extremo ha provocado una de las crisis más importantes de la época moderna, con la movilización de millones de civiles que huyen de los conflictos armados en sus países de origen.

En cuanto a los ‘herederos’ de la Primavera Árabe – es decir, los movimientos que vinieron después – puede que aún sea temprano para juzgar sus resultados. Sin embargo, en algunos casos ya se ha demostrado como todo un movimiento digital organizado y bien fundamentado ha fallado haciéndole frente a gobiernos sordos pero poderosos.


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