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Candidatos e influencers: ¿La política se puso de moda o la moda se volvió política?

Iker Jáuregui Más de una vez se han señalado a las nuevas generaciones como responsables de la crisis institucional por la que atraviesan nu...



Iker Jáuregui


Más de una vez se han señalado a las nuevas generaciones como responsables de la crisis institucional por la que atraviesan nuestros tiempos. Aquellas entidades que, hasta tiempos más recientes, habían funcionado como los pilares intocables sobre los que se construía la sociedad occidental, ahora han perdido su importancia y son cuestionada constantemente. El rechazo a la responsabilidad y la falta de compromiso a largo plazo con las que se asocian a las juventudes, por supuesto ha contribuido al declive de estructuras como la familia, la iglesia y, para algunos, incluso a la democracia. Sin embargo, pienso que no estamos ante el fin de las instituciones como algunas declaraciones alarmistas lo pregonan, si no frente a una transformación.


En la actualidad todas estas estructuras son percibidas como anticuadas y, en lugar de seguir recurriendo a ellas, las comunidades contemporáneas han iniciado una búsqueda por alternativas que se adapten a los nuevos y diferentes estilos de vida. La transformación ha traído beneficios, pero, por momentos, también ha sido compulsiva y a ciegas, con cambios superficiales que podrían terminar siendo contraproducentes. La realidad es que las necesidades, intereses y relaciones de la sociedad posmoderna han cambiado radicalmente con respecto a otros tiempos. Para Zygmunt Bauman tiene que ver con el establecimiento de las grandes ciudades y la nueva forma de relacionarse que ha surgido con ellas.


A diferencia de las pequeñas comunidades del pasado, en las urbes la convivencia se ha extendido a un número ilimitado de personas. La multitud de individuos que habitan en las ciudades representan un sinfín de oportunidades para relacionarse y, lo que es aún más significativo, para transformar la personalidad que cada uno asume. Así, dice Bauman, la identidad del individuo posmoderno se ha fraccionado y en lugar de asumir su existencia como algo transitorio y sufrido en la manera en que los peregrinos del pasado lo hacían, ahora todo se trata de obtener el mayor goce posible.


A pesar de la creciente diversidad de estilos de vida e identidades, Bauman logra identificar como un rasgo constante en la sociedad posmoderna el rechazo a las consecuencias a largo plazo y cualquier sentido responsabilidad. El único deber del individuo posmoderno es llevar una vida agradable, dedicada enteramente a su placer. Por lo mismo, no sólo evitará aquellas situaciones y condiciones que amenazan su comodidad, también buscará entre los objetos o temas que le rodean solamente aquellos que cumplan con sus parámetros de emoción, satisfacción, placer e interés y que lo ayuden en su búsqueda por un estilo de vida que le sea, a toda costa, estético y agradable.


Para Bauman, el resultado más notable de esta condición será la perdida del sentido moral que, precisamente, se ha construido a lo largo de la historia sobre la responsabilidad que un individuo está dispuesto a asumir sobre otro. La decadencia de instituciones que funcionaban a partir de ese mismo compromiso, exterior y a largo plazo, también tiene su origen en este fenómeno.


El declive de la Iglesia como administrador único de la fe occidental ha dado lugar a nuevas opciones religiosas que, en lugar de centrarse en la abnegación en favor del prójimo, están basadas en el individualismo, más adecuado a las necesidades e intereses de la posmodernidad. La forma de la familia tradicional ha adquirido también una flexibilidad necesaria y, continuando con las adaptaciones, incluso la política ha tenido que recurrir a nuevas formas que, por más atractivas que parezcan, pueden llegar a poner en peligro a la democracia.


La farándula en la política

Con la intención de contrarrestar el desentendimiento político que se ha visto reflejado en la baja participación de la juventud en procesos electorales alrededor de todo el mundo, han surgido varios esfuerzos para captar los votos de las nuevas generaciones. Más allá de apelar al compromiso o el deber civil que, en teoría, deberían ser los motivadores detrás de cualquier ejercicio democrático, algunas fuerzas políticas contemporáneas han buscado apelar a los intereses del individuo posmoderno que, como Bauman apunta, se limitan a aquello le de placer o emoción. Se trata de satisfacer sus necesidades inmediatas, aunque en el camino pueda comprometer su bienestar a largo plazo.


Los resultados han sido plataformas políticas superficiales, con propuestas vacías y candidatos que carecen de los méritos suficientes para serlo pero que de todos modos funcionan por ser populares en otros ámbitos, aquellos que le interesan más las sociedades posmodernas que Bauman describe con tanta precisión. Son los candidatos famosos que en México ocuparán una buena parte de la boleta en los próximos comicios, como una medida a la que los partidos políticos han recurrido para atraer el tan codiciado voto joven.

 


Deportistas, personalidades de la farándula e influencers son la tendencia política en nuestro país y los casos más populares se perfilan para convertirse en contendientes serios. Algunos llegarán a puestos públicos importantes impulsados por una base de seguidores que acompañarán el proceso democrático parcialmente. Una vez más, hasta que los deje de estimular y complacer. Lejos de los reflectores mediáticos y la intensa narrativa de las elecciones, los ciudadanos perderán el interés en la democracia y en los funcionarios a los que ellos escogieron, olvidando, o ignorando, la obligación ciudadana que tienen para vigilar y hacer que las cuentas se rindan.


La insuficiencia digital

A la superficialidad del proceso también se le suma la insuficiencia del lenguaje digital que los candidatos y partidos utilizan para comunicarse con el electorado. Tal y como escribe el filosofo coreano alemán Byung Chul Han en su libro “En el enjambre”, el medio digital carece del componente físico que quizá sea la parte más significativa de cualquier mensaje porque revela información táctil esencial para su entendimiento.


La digitalidad despoja a la comunicación de componentes negativos, como el disgusto o la decepción que se muestran en formas no verbales entre ellas los gestos, expresiones de la cara y lenguaje corporal. Por lo mismo, el marco digital es insuficiente para procesar la totalidad de la información que recibimos sin sus características táctiles y corporales.

Los mensajes llegan sólo con sus componentes positivos, “con ello se olvida de pensar de una manera compleja. Y deja atrofiar formas de conducta que exigen una amplitud temporal o una amplitud de mirada. Fomenta la visión a corto plazo. Fomenta el corto plazo y la mirada de corto alcance, y ofusca la de larga duración y lo lento”.


El problema está en que, cuando nuestros actores políticos presentan temas de relevancia pública, como sus posturas o propuestas, en medios digitales la información resulta insuficiente para poder ser verdaderamente críticos y reflexivos al respecto. El ejercicio comunicativo se reduce a una serie de interacciones vacías que no tiene ninguna función democrática pero que resulta conveniente por su accesibilidad.


Los procesos democráticos necesitan del compromiso y el sentido de deber del que las sociedades contemporáneas han huido. Mientras otros ámbitos se han podido adaptar o han encontrado alternativas para hacerle frente a la liquidez y la levedad de la posmodernidad, nuestra soberanía sólo podrá sobrevivir a través de una participación activa de todos los ciudadanos, aunque eso signifique ceder en la constante búsqueda de placer y comodidad que ha caracterizado nuestra realidad.


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